"Soar" es el cuarto álbum para piano solo de Adam Andrews, y su mejor trabajo hasta ahora. Subtituladas “Historias de fe, amor y compasión”, las grandes piezas originales expresan una amplia gama de emociones con honestidad, profundidad y belleza. Gran parte de la música de Andrews está inspirada en su familia, y esas piezas rebosan amor y calidez. Otros reflexionan sobre las experiencias de la vida, buenas y malas, y las emociones expresadas son siempre verdaderas y fáciles de identificar. La pista "Untold Stories (Historias no contadas)" está compuesta pensando en las historias personales que le han dado forma a Adam Andrews y que a menudo esconde del mundo. Soar es excelente de principio a fin y estará entre los favoritos de este año.
Adam Andrews - Soar (2018)
01. Glow
02. No More Shame
03. While the World Passed Me By
04. Here I Am
05. Soar
06. Love Conquers Fear
07. Forgotten Innocence
08. Sweet Spirit
09. Deliverance
10. Untold Stories
11. Divergence
12. Drifting Away
Duración total: 40:49 min.
01. Glow
02. No More Shame
03. While the World Passed Me By
04. Here I Am
05. Soar
06. Love Conquers Fear
07. Forgotten Innocence
08. Sweet Spirit
09. Deliverance
10. Untold Stories
11. Divergence
12. Drifting Away
Duración total: 40:49 min.

Sigo creyendo en la bondad innata del ser humano.
ResponderEliminarAna Frank
El sonido elegante del piano, lo hacen un disco muy agradable y calido.
ResponderEliminarAsí es Jorge. Gracias por comentar! Saludos
ResponderEliminar"Más allá del crepúsculo: la fe en la bondad humana"
ResponderEliminarEl invierno en Aluminé tiene una voz propia. No es sólo el murmullo del viento que baja por los valles nevados, ni el silencio que cubre las montañas como un manto sagrado. Es una voz que invita al recogimiento, a volver hacia dentro, a escuchar lo que queda cuando el ruido del mundo se desvanece en el aire helado del crepúsculo.
A esta hora —cuando el sol se disuelve lentamente en el filo de los cerros y el humo de las chimeneas se mezcla con los últimos tonos dorados del día— siento que algo invisible me acompaña. No sé si es el espíritu de la tierra o la memoria de quienes la amaron antes que yo, pero siempre me recuerda una verdad sencilla y profunda: “Sigo creyendo en la bondad innata del ser humano.”
Esa frase, escrita por Ana Frank en medio del horror, se convierte aquí, en este rincón del sur, en un eco que resuena en la nieve. La bondad —esa luz silenciosa— sigue viva, incluso cuando el invierno parece interminable. Es un fuego que no se apaga, un pulso que late bajo la superficie del hielo.
En la cultura de este valle, la comunidad es abrigo. La gente se saluda aunque no se conozca, comparte leña, mate, o simplemente un silencio cálido frente al fuego. No hay prisa, porque el invierno enseña que todo llega a su tiempo, y que cada chispa de bondad humana puede ser una hoguera en medio de la noche más larga. Aquí, la vida se sostiene en los gestos simples: una sonrisa en el mercado, una mano tendida al viajero, una sopa caliente ofrecida sin esperar nada a cambio.
Y sin embargo, también hay misterio. El crepúsculo en Aluminé no sólo invita a la calma: también abre una puerta hacia lo invisible. Cuando la penumbra se posa sobre el lago y los reflejos del cielo parecen confundirse con los pensamientos, uno empieza a sentir que el alma se expande. Hay algo que se revela entre las sombras, una especie de sabiduría antigua que susurra: “No te olvides de mirar con el corazón.”
Porque la bondad no siempre se muestra con palabras o actos grandiosos. A veces es apenas una intención, un pensamiento compasivo que viaja como una brisa entre las montañas. Y si uno aprende a percibirlo, comprende que ese flujo invisible nos une a todos: humanos, animales, árboles, piedras, y hasta el mismo viento que nos acaricia el rostro.
Creer en la bondad innata del ser humano, entonces, no es una ingenuidad. Es un acto de resistencia espiritual. Es seguir encendiendo la lámpara del alma cuando el mundo parece extraviado en la oscuridad. Es comprender que el mal es sólo una sombra pasajera, y que cada ser guarda, en lo más profundo, una chispa del fuego primordial: esa que nos recuerda quiénes somos realmente.
Esta certeza —tan tenue y tan inmensa a la vez— me sostiene cuando el frío cala los huesos y la soledad parece un espejo. Porque incluso en los inviernos más duros, siempre hay una promesa: la de un nuevo amanecer que, tarde o temprano, dorará las cumbres y derretirá el hielo.
Y entonces, uno comprende que el viaje espiritual no está en buscar la luz fuera, sino en reconocerla dentro. En permitir que el alma, al igual que el sol en el crepúsculo, se oculte un momento sólo para volver a brillar con más fuerza.
Así, desde este rincón de Aluminé, donde la nieve se confunde con los sueños y el silencio con la plegaria, sigo creyendo.
Sigo creyendo en la bondad.
Sigo creyendo en el ser humano.
Y mientras el crepúsculo se disuelve en la noche, dejo que la música del espíritu —esa melodía que nunca se apaga— me lleve, una vez más, más allá del crepúsculo.