En "In The Bleak Midwinter", James Michael Stevens ofrece una interpretación profundamente emotiva del tradicional villancico, creando una atmósfera serena y contemplativa. El álbum destaca por sus arreglos para piano, donde cada nota fluye con suavidad y delicadeza, evocando paisajes invernales cargados de quietud y belleza. Stevens utiliza melodías simples pero expresivas, permitiendo que la calidez del piano contraste con la melancolía propia de la temporada. A lo largo de las piezas, el oyente descubre una sensibilidad espiritual que invita a la reflexión y al recogimiento. Este trabajo se convierte así en una experiencia musical íntima, ideal para acompañar momentos de calma durante el invierno y para redescubrir la profundidad emocional del repertorio navideño clásico.
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🌄 "Entre montañas y espíritu: la educación que despierta la luz interior"
ResponderEliminarA veces, cuando el viento del sudoeste se descuelga por los faldeos nevados del Ruca Choroy y baja hasta Aluminé con ese susurro antiguo que sólo entienden los árboles, siento que la tierra misma intenta decirme algo. Es un mensaje que no se revela con palabras, sino con sensaciones: un leve tirón en el pecho, un estremecimiento en la piel, una claridad fugaz que se abre como un relámpago silencioso en mitad de la tarde. A finales de esta primavera—cuando el sol se estira hasta rozar la noche y los primeros preparativos de la Navidad empiezan a perfumar las casas con harina tostada, piñones y leña nueva—ese mensaje se vuelve más insistente, casi urgente.
Tal vez porque en este valle, donde los antiguos mapuches aún enseñan que el küme mongen, el buen vivir, es un acto de equilibrio y respeto, uno entiende que existe una educación que no se imparte en cuadernos ni pizarrones. Es la educación que brota de convivir con lo sencillo, de perderse en el silencio de los lagos, de escuchar al otro sin defenderse, de aprender a agradecer incluso lo que dolió. Y quizás es en este punto donde resuena con más fuerza la frase de Nelson Mandela: “La educación es el arma más poderosa que tenemos para cambiar el mundo.”
Pero aquí, en este rincón patagónico donde las distancias parecen alargar los pensamientos, esa frase adquiere un matiz distinto. No habla sólo de escuelas, de libros, de títulos; habla de educarnos a nosotros mismos, de pulir la forma en que miramos la vida. Porque ¿de qué sirve cambiar el mundo si ni siquiera sabemos escucharnos cuando el alma grita? ¿Cómo curar lo que nos rodea si no aprendemos primero a reconciliarnos con lo que llevamos dentro?
En estas semanas previas a la Navidad, cuando las noches se llenan de guitarras tímidas, de mates compartidos en la vereda y del rumor del río Aluminé creciendo con los deshielos, descubro que la educación más profunda es la que nos enseña a mirar con otros ojos. Educarse es permitir que la sombra no nos gobierne; es aprender a reconocer el error sin convertirlo en condena; es avanzar cuando la memoria de un fracaso nos empuja hacia atrás; es volver a creer aun cuando el cansancio insiste en que no vale la pena.
Y en este proceso, la cultura aluminense me abraza como una escuela viva. Cada ceremonia ngillatún que observo desde el respeto, cada historia que los mayores cuentan alrededor del fuego, cada niño que corre libre por las calles de tierra con esa alegría intacta, me recuerdan que la verdadera transformación empieza por gestos pequeños. Que uno cambia el mundo cuando cambia la manera de esperar, la manera de responder, la manera de darse.
A veces, mientras cae la tarde y el cielo se tiñe de violetas imposibles, pienso que la educación es también un viaje enigmático: un sendero que no sabemos a dónde conduce, pero que empuja siempre hacia adelante. Un arma, sí, pero no para luchar contra otros, sino para defender la luz que cada uno lleva guardada. Una herramienta que afila el espíritu, que nos hace más conscientes, más libres, más capaces de construir puentes donde antes sólo veíamos precipicios.
Y así, con el clima templado que anuncia el verano, con las montañas respirando lento y los preparativos navideños multiplicando colores en las ferias artesanales, siento que mi propia superación personal no depende de grandes hazañas. Depende de un compromiso diario: escuchar la enseñanza oculta detrás de cada fracaso, agradecer la belleza minúscula que aparece entre las grietas, tener el coraje de intentar una vez más.
Porque aquí, al borde del crepúsculo patagónico, donde los misterios parecen palpables y el espíritu viaja más ligero, comprendí que educarse es transformarse, y que transformarse es, en sí mismo, un acto de amor. Un acto que puede, de verdad, cambiar el mundo. Un acto que comienza, como todo lo sagrado, dentro del silencio de uno mismo.