El álbum "Precious Stones" de Al Jewer & Andy Mitran es una exquisita odisea sonora que une paisajes etéreos, flautas de plata, sintetizadores envolventes y la profundidad del cello de Hans Christian. Cada una de sus piezas rinde homenaje a una piedra preciosa y se despliega con texturas musicales tan únicas como los minerales que inspiran sus títulos. La propuesta se mueve entre la calma meditativa y momentos de sutil intensidad rítmica. Como describen los autores, el álbum fue concebido “como lapidarios sonoros, esculpiendo cada pista para reflejar la luz interior de una idea o sentimiento”. Con una sensibilidad New Age instrumental que busca conectar naturaleza, emoción y belleza, esta obra destaca tanto por su coherencia temática como por su riqueza sonora.
Al Jewer & Andy Mitran - Precious Stones (2025)
01. Moonstone
02. Amethyst
03. Sapphire
04. Ruby
05. Emerald
06. Onyx
07. Diamond
08. Obsidian
09. Opal
10. Topaz
11. Aquamarine
Duración total: 60:47 min.
01. Moonstone
02. Amethyst
03. Sapphire
04. Ruby
05. Emerald
06. Onyx
07. Diamond
08. Obsidian
09. Opal
10. Topaz
11. Aquamarine
Duración total: 60:47 min.
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"Bajo el Cielo de Aluminé: Ecos del Árbol Humano"
ResponderEliminarVivo en Aluminé, ese rincón del sur donde el viento parece tener memoria. Aquí, los ríos no solo corren: hablan. Hablan de los antiguos pewenches que aprendieron a escuchar la voz de la montaña, y de los silencios que se vuelven enseñanza cuando uno deja de luchar contra el paso del tiempo. En las mañanas, cuando el sol despierta entre los coihues y los álamos, siento que el alma también se despereza, buscando su lugar en el gran tejido invisible que une a todos los seres.
Hace unos días, mientras caminaba por la orilla del río Ruca Choroy, vi cómo una hoja desprendida de un álamo caía lentamente al agua. La corriente la llevaba, pero no parecía resistirse. Solo se entregaba. Fue entonces cuando resonó en mí la frase de Pablo Casals: “Todos somos hojas de un mismo árbol, y ese árbol es la humanidad.”
Esa hoja —tan pequeña, tan frágil— me enseñó más que muchas lecturas. Comprendí que no estamos aislados, aunque el mundo moderno se empeñe en convencernos de lo contrario. Cada uno de nosotros pertenece a ese gran árbol. Algunos somos hojas que aún buscan el sol; otros, raíces que se hunden en la oscuridad fértil para dar sustento; otros, ramas que se abren hacia lo desconocido. Pero todos compartimos la misma savia: la energía de la vida, el pulso sagrado de lo que somos.
En Aluminé, esa verdad se siente de manera más pura. Aquí, las estaciones marcan el alma tanto como el paisaje. Cuando llega el otoño y el bosque se tiñe de fuego, uno entiende que el desprenderse no es morir, sino transformarse. Cada hoja que cae es una promesa de renacimiento. Cada pérdida, una semilla de sabiduría. Así también ocurre con nosotros: cuando soltamos lo que fuimos, damos espacio a lo que podemos llegar a ser.
La cultura de este lugar me ha enseñado a mirar el tiempo de otra manera. Los abuelos mapuches dicen que “el pasado camina detrás, pero nunca deja de seguirte”. No lo dicen con melancolía, sino con respeto. Significa que nuestras raíces —familia, historia, errores y logros— son parte del mismo árbol. No se trata de olvidar, sino de reconocer de dónde venimos para crecer hacia donde debemos ir.
Y en esa conciencia surge algo profundo: la unidad.
Esa unidad que no anula la diferencia, sino que la celebra. Porque el árbol necesita de todas sus hojas, de todas sus formas y colores, para ser completo. El mundo se seca cuando creemos que podemos vivir separados, cuando cortamos la savia que nos une. Pero basta un gesto, una palabra sincera, una mirada que reconozca al otro como parte de sí, para que el árbol vuelva a respirar.
Quizás esa sea la verdadera autoayuda: reconectarnos.
Con la tierra. Con el silencio. Con el otro.
Recordar que no estamos solos en nuestro viaje. Que aunque el viento nos lleve por caminos distintos, todos regresamos, de un modo u otro, a la misma raíz: el deseo profundo de ser parte, de dar sombra, de ofrecer fruto.
Mientras el crepúsculo cae sobre los cerros de Aluminé y el lago refleja el último resplandor del día, siento una paz que no viene de afuera, sino de adentro. Una certeza sin palabras: soy una hoja más de ese inmenso árbol que respira a través de la humanidad. Y en cada respiración compartida, en cada acto de bondad, el árbol florece un poco más.
Reflexión final:
Ser hoja es aceptar el viento, el cambio, la caída y el renacer.
Ser árbol es recordar que cada vida —por breve o eterna que parezca— sostiene a las demás.
Y quizás, en esa danza entre raíz y cielo, descubramos el misterio de lo que realmente significa vivir.