Steven Halpern - Echoes of a Dream (2019)

El álbum "Echoes of a Dream" de Steven Halpern es una obra envolvente dentro del género New Age que aborda el sonido desde una perspectiva terapéutica y experimental. Grabado en 432 Hz con fines de armonizar y “sanar”, incluye doce pistas como “Echoes of a Dream”, “Returning to Love” y “Cannabis Dreams”, además de colaboraciones con la vocalista sin palabras Kristin Hoffmann y el chelista David Darling. La estética sonora juega con el piano Rhodes, flauta de bambú, duduk y bajos sin trastes creando ambientes flotantes. Más que un simple álbum de escucha pasiva, se presenta como una “banda sonora para nuestro viaje evolutivo”. "Echoes of a Dream" invita a la introspección y a la relajación profunda a través de texturas musicales que trascienden géneros.

Steven Halpern - Echoes of a Dream (2019)

01. Echoes of a Dream
02. Returning to Love
03. Cannabis Dreams
04. Holy Land Dream
05. Ascending to the 5th Dimension
06. Residing in the Resonance
07. Sonic Levitation
08. Breath of Bamboo
09. Sonic Sanctuary
10. Crystal Keys
11. In Tune with the Infinite
12. Ocean of Bliss

Duración total: 69:24 min.

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  1. 🌙 “El mismo amor que enciende las estrellas”
    Por alguien que vive entre montañas, lagos y silencio.

    Vivo en Aluminé, donde el viento conversa con los cerros y las nubes guardan la memoria de los antiguos. Aquí el amanecer no irrumpe: se desliza como una respiración del alma. Cada mañana me recuerda que la vida es una música secreta que vibra en el fondo del corazón, aun cuando creemos haberla olvidado.

    Hay días en que el sol apenas asoma sobre el Quillén y la bruma se aferra al río como si temiera soltar sus recuerdos. Entonces pienso que todo —el agua, la piedra, los árboles— respira con el mismo aliento que me sostiene. Que lo que late en mi pecho es lo mismo que hace girar las galaxias.
    Y recuerdo las palabras de José Vasconcelos: “Un mismo amor mueve las almas y las estrellas.”

    Esa frase se vuelve una llave. Me abre a una comprensión más profunda: no hay frontera entre lo que soy y lo que contemplo. El amor del que hablaba Vasconcelos no es solo emoción; es una fuerza cósmica, una corriente invisible que atraviesa montañas, cuerpos y destinos. Es el pulso que sostiene el universo y también el que, en silencio, me invita a seguir.

    En los inviernos de Aluminé, cuando la nieve cubre los caminos y el mundo parece en pausa, aprendo la lección del silencio. En ese blanco absoluto, la mente se aquieta y uno empieza a escuchar la voz interna, esa que suele quedar oculta bajo el ruido cotidiano. Solo cuando el lago está sereno se puede ver el reflejo de las estrellas.

    Comprendo entonces que cada dificultad o pérdida no son castigos, sino oportunidades para afinar el alma y acercarla a esa vibración universal que llamamos amor.
    El dolor es solo el eco de algo que busca transformarse. Como la madera que al arder se convierte en luz, el sufrimiento también puede ser fuego sagrado si lo abrazamos con consciencia.

    Los mapuches, que habitan esta tierra desde antes que existieran los caminos, dicen que todo tiene newen, energía. Y que el equilibrio del mundo depende de cómo nos relacionamos con ese newen. Si lo alimentamos con respeto, florece; si lo ignoramos, se apaga.
    Quizás el amor del que habla Vasconcelos sea ese mismo newen, esa corriente universal que une lo visible y lo invisible. Nuestra tarea —simple y profunda— es aprender a vibrar en armonía con ella.

    Cuando uno sintoniza con ese amor —no el que exige, sino el que comprende y libera—, el miedo se disuelve. Los otros dejan de ser extraños. Cada ser, cada piedra, cada árbol, se convierte en maestro.
    Y uno se descubre parte de un tejido infinito, donde cada gesto cuenta, cada pensamiento emite su luz o su sombra. Comprender eso es el inicio de la verdadera libertad: vivir no solo para uno, sino como una nota dentro de una sinfonía eterna.

    Hay un instante, cuando el sol se oculta detrás de los cerros y el cielo se tiñe de violeta y oro, en que todo parece detenerse. Es el crepúsculo, ese umbral entre lo visible y lo que no tiene nombre.
    Miro el cielo de Aluminé y pienso que cada estrella que nace allá arriba responde al mismo impulso que late aquí abajo, en nuestros corazones. Ese amor cósmico, silencioso y vibrante, es el que nos mueve a buscar, a perdonar, a soñar.

    No importa cuán lejos nos sintamos de la plenitud; el amor que mueve las estrellas también nos habita. Solo debemos recordar su ritmo, escucharlo en el murmullo del río, en el viento, en la mirada de quien cruza nuestro camino.
    Cuando volvemos a ese centro, comprendemos que no hay separación. Somos el reflejo del universo intentando reconocerse.

    Quizás de eso trate la vida: de afinar nuestra cuerda interior hasta vibrar en armonía con el Todo.
    Cada experiencia y cada encuentro son notas de esa melodía cósmica.
    Y aunque a veces suene disonante, si la escuchamos con el corazón, descubriremos que hasta el silencio tiene su música.

    Así vivo en Aluminé, entre montañas, lagos y estrellas, aprendiendo que el amor no está afuera ni arriba: está aquí, latiendo en lo más profundo del ser.
    El mismo amor que mueve las almas… y las estrellas.

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