"The Gift of Christmas Around the World" de Jim Brickman es un álbum que invita a recorrer la Navidad como una experiencia universal, íntima y luminosa. A través de su característico piano suave y contemplativo, Brickman teje melodías que dialogan con tradiciones sonoras de distintas culturas, creando un clima de recogimiento y celebración serena. Cada pieza parece una postal invernal: no busca el esplendor ruidoso, sino la emoción silenciosa que nace en el corazón durante estas fechas. El disco transmite calidez, nostalgia y esperanza, recordándonos que el verdadero regalo navideño no es material, sino el encuentro, la memoria compartida y la paz interior que trasciende fronteras y lenguas, uniendo al mundo en una misma melodía.
Jim Brickman - The Gift of Christmas Around the World (2025)
01. Mele Kalikimaka
02. White Christmas
03. Shalom Chaverim
04. Une Promenade en Décembre (December Stroll)
05. Gesu Bambino / O Come All Ye Faithful Medley
06. Shchedryk (Carol of the Bells)
07. The Wexford Carol / Auld Lang Syne Medley
08. Holiday Ballet / Waltz of the Flowers Medley
Duración total: 24:40 min.
01. Mele Kalikimaka
02. White Christmas
03. Shalom Chaverim
04. Une Promenade en Décembre (December Stroll)
05. Gesu Bambino / O Come All Ye Faithful Medley
06. Shchedryk (Carol of the Bells)
07. The Wexford Carol / Auld Lang Syne Medley
08. Holiday Ballet / Waltz of the Flowers Medley
Duración total: 24:40 min.
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“El olvido es el tiempo tejiendo cicatrices, naturalizando heridas.” — Sara Bueno
ResponderEliminarLa Navidad llega siempre como un umbral. No es solo una fecha en el calendario: es una grieta luminosa en el tiempo, un espacio donde la memoria se vuelve más frágil y, a la vez, más intensa. En medio de luces, villancicos y rituales heredados, la frase resuena como un susurro antiguo: el olvido es el tiempo tejiendo cicatrices, naturalizando heridas. No habla del olvido como un acto voluntario, sino como una obra silenciosa, casi artesanal, que el tiempo ejecuta sin pedir permiso.
Olvidar no es borrar. Olvidar es permitir que el dolor cambie de textura. La herida, al principio abierta y ardiente, se vuelve cicatriz: ya no sangra, pero tampoco desaparece. Está ahí, integrada en la piel de la historia personal. El tiempo no es un sanador compasivo; es un tejedor paciente. Con hilos invisibles, va cerrando lo que quedó roto, no para devolverlo a su estado original, sino para transformarlo en algo que pueda seguir existiendo.
En Navidad, este proceso se vuelve especialmente evidente. Celebramos el nacimiento de una esperanza nueva, pero lo hacemos cargando ausencias. Hay sillas vacías en las mesas, nombres que ya no se pronuncian en voz alta, tradiciones que sobreviven aunque quienes las iniciaron ya no estén. El olvido, aquí, no significa traición a la memoria, sino la forma en que el alma aprende a respirar sin romperse. Naturalizar la herida no es negarla; es aceptarla como parte del paisaje interior.
La cicatriz es un recuerdo que ha aprendido a callar. No exige atención constante, no interrumpe cada gesto. Simplemente está. Y quizá eso sea una de las lecciones más profundas de la Navidad: que el misterio no elimina el dolor, pero lo envuelve. Que la luz no anula la sombra, sino que le da contorno. El tiempo, como un artesano divino, no arranca las páginas más oscuras de nuestra historia; las cose al libro para que no se deshaga.
Hay algo enigmático en esta labor del tiempo. No podemos ver el telar, ni decidir el ritmo del tejido. A veces creemos haber olvidado, y de pronto, una canción, un olor a pino o a canela, una noche fría, despierta la cicatriz. No duele como antes, pero recuerda. Y en ese recuerdo, ya domesticado, hay una forma de reconciliación. La herida naturalizada se convierte en maestra silenciosa: nos ha enseñado límites, compasión, fragilidad.
La Navidad, con su promesa de nacimiento, nos invita a mirar esas cicatrices sin miedo. El pesebre mismo es una imagen paradójica: la vida que llega en la pobreza, la luz envuelta en precariedad. Nada es perfecto, nada está completamente a salvo. Y sin embargo, algo sagrado acontece. Tal vez olvidar, en el sentido más hondo, sea permitir que incluso lo doloroso encuentre un lugar en el relato de lo sagrado.
El olvido, entonces, no es ausencia de memoria, sino su transfiguración. Es el tiempo diciendo: “Esto ya no te destruirá”. No porque no haya sido importante, sino porque has aprendido a llevarlo. En Navidad, cuando el año se inclina hacia su final, el tiempo parece hacer un balance silencioso. Nos muestra lo que dolió, lo que se perdió, y también lo que, sin darnos cuenta, hemos sobrevivido.
Aceptar el olvido como tejido y no como vacío nos libera de la culpa de seguir adelante. Nos permite encender una vela sin sentir que apagamos otra. Nos permite reír sin traicionar el pasado. La cicatriz no borra la herida; la honra de otra manera.
Quizá por eso la Navidad es un tiempo de nostalgia y esperanza a la vez. Porque en ella, el tiempo nos muestra su obra terminada: no somos los mismos que cuando fuimos heridos, pero seguimos siendo nosotros. El olvido ha hecho su trabajo. No ha eliminado el dolor, pero lo ha integrado en la trama de lo que somos.
Y así, mientras el mundo celebra, el alma entiende: hay heridas que ya no piden ser lloradas, sino comprendidas. Hay cicatrices que brillan tenuemente bajo las luces navideñas, recordándonos que el tiempo, en su misterio, no solo pasa: crea. Y en ese crear silencioso, el olvido se vuelve una forma discreta de gracia.